Casi nunca salgo los domingos, es el único día de la semana en que puedo descansar, es tanto mi ocio que ni siquiera tomo en cuenta los desesperantes sonidos del despertador. Casi nunca logro alcanzar un litro de menudo calentito de Doña Maruja Simanca, a las nueve de la madrugada ya no queda ni un sólo bocado de las dos enormes ollas que elabora dominicalmente. Ese día fue la excepción, no pude dormir nada, ni siquiera con horas de sueño atropelladas que tenía semanas antes, por lo que no sólo pude alcanzar a las seis una buena porción del alimento de dioses marujano, sino que tuve la oportunidad de conocer el esquinero de vendimias que se posaba en la zona turca de la capital.
Eran las ocho, pero por el horario de otoño el sol tardaba en salir, las calles conservaban aquella oscuridad que hacía que las personas dudasen en si era tarde o temprano. Algunos puestos ya estaban instalados, cuánta gente extraña, cuántos rostros misteriosos una y otra vez, mujeres de piel canelosa y ojos turquesa; hombres de barbas negruzcas, una anciana con un ojo de vidrio mirándome estrepitosamente a contraesquina del Café Bagdad. Sentí una náusea tremenda, quería abandonar el lugar, un callejón en donde sólo era un extraño, un sonámbulo que cualquier otro domingo seguiría pegado a las sábanas.
Pensé en la muerte, pensé en mi divorcio con Armida, pensé en los multiples fracasos como educador, pensé y me vi a mí mismo como un personaje de Carlos Fuentes.
Me percaté también de que en el callejón turco, pese a su localización céntrica, las campanadas de la catedral de Nuestra Señora de Monteclovio no se escuchaban, quizás el sonido de las castañuelas de medio oriente engullían el repique judeocristiano; superposición inmediata de divinidades, duelo de deidades, fascinante pero provocante de agruras y estruendos en mi aparato digestivo.
Me acerqué a uno de los puestos, allí había un rosario, escuálido, de colores que alguna vez emanaban un verde vida pero que ahora parecían rocas chapadas en musgo. El rosario me hablaba, algún susurro salía de su interior, lo tomé con mi mano y lo acerqué a mi oído derecho. Ruuuubéeeeeen - me decía.
-¿Qué quieres, quién eres? - Ruuuubéeeeen - ¿Quién eres? - le preguntaba.
Entonces, inmediato a mi interacción con aquella reliquia que parecía de principios de siglo, un turco me dijo con un acento desgarrado que aquella vendimia me costaría barata por ser el primer cliente en pararse frente a su sitio.
No sé cuánto pagué, me sentía himnotizado por el objeto, aquel susurro pausado que emanaba mi nombre.
- ¿A quién le perteneció esta cosa?- el gitano no dijo nada.
- ¿conoce usted la historia de este artefacto? - insistí. Aquel hombre me miraba con un desprecio y sonreía macabramente.
Metí el artículo en mi bolsillo derecho y seguí caminando, esa náusea, ese asco, ese pensamiento a muerte me rodeaba como moscas, comencé a toser, me rasqué la cabeza y de improviso jalé sin dificultad un denso mechón de mi cabello, se estaba cayendo con facilidad, ¿qué me está pasando?
Con las fuerzas que me quedaban, logré dar vuelta en la calle Alfaro y pude subir a mi departamento, jamás me parecieron más eternos los veintiséis peldaños que de a diario subía para adentrarme a mi hogar.
-Rubéeeen.- suspiraba el artefacto sacro- Tú no me conoces, pero yo sé quién eres...
En delirio logré sentarme sobre el colchón, comencé a mirar borroso, no podía hablar, vomité el desayuno divino, debió haberme hecho daño, aunque atribuía mi malestar a mis desgracias mensuales, no quería aceptarlo pero estaba convencido de que aquel objeto estaba controlándome y que sus suspiros, suspiros de una mujer, me estaban tragando la poca alma que me quedaba.
Caí en sueño, no sin antes, con la borrosidad en la vista, creer ver una silueta difuminada sentada en la mecedora de a lado, alcanzaba a distinguir un cabello rubio casi blanco, un vestido elegante, luego los ruidos dejaban de escucharse en el rosario y se perpetraban a lo largo de mi cuarto.
-Rubéeen, no me conoces pero quieres estar conmigo... lo sé.
Ipso facto escuché una risa que no parecía de este mundo, y en sueño caí.
Desperté tiempo después, era tarde, y el clima era similar al de la mañana, la misma sensación a horas menudas en que el sol o sale o se posa, tembloroso y con marcas en mi cuello, aterrado bajé corriendo esperando encontrar al gitano que me vendió la pieza y reclamarle el sentimiento y pavor.
Continué pensando en la muerte, en mi divorcio, pero también embelesado por aquel súcubo, aquel demonio de quién no sabía nada y a quién deseaba de una manera enfermiza... bajé por la calle principal, el callejón turco comenzaba a empacar para irse sabrá Dios a dónde.
¡Ay destino, ay cruento destino!, mi mano sangraba, tenía tan apretado el artefacto a mi mano que una de sus incrustaciones se enterró a mi piel y comenzó a brotar el líquido de la vida, busqué con la otra mano al gitano, todos parecían el mismo, un organillo sonaba una tétrica canción, no escuchaba los repiques del templo, estaba solo en tierra hostil.
Al fondo de la calle, sin inmutarse, la vieja del ojo de vidrio me miraba con una sonrisa maquiavélica.
-¿Dónde... de quién... de qué es este rosario?- le pregunté.
Ella se río y después de un tiempo miró mi brazo ensagrentado y me comentó que dicha reliquia le había pertenecido a Angélica Altagracia, una marquesa de siglos pasados que había emigrado a México, muchos decían que solapaba sus prácticas de brujería en arte sacro. La señora, riendo, me comentó que Altagracia había sido hacía algunas vidas, la amante del mismísimo Lucifer, sé que no dijo Lucifer, dijo un nombre en Turco, pero luego me hizo la aclaración de que algunas entidades tenían más nombres que siglos transcurridos en el planeta.
Mis pies temblaron, a lo lejos miraba a una mujer... era ella, Angélica Altagracia, ya no tan borrosa. Los cientos de turcos a mi alrededor, incluida la señora del ojo de vidrio se quedaron congelados; en el cielo palomas suspendidas sin moverse como volando, aquel demonio había detenido el tiempo y se acercaba lentamente. Yo no podía mover más que mis ojos, intentaba gritar, salir del dolor, pero no lograba nada.
Entonces, viendo su siniestra marcha, acepté mi destino, pensé en mi divorcio nuevamente, pensé en el caos y la podredumbre de aquellos chiquillos malcriados a quienes instruí en sus clases de geografía. Pensé en mis pocos amigos que me llamaban tartamudo o se burlaban de mí.
Ella es la indicada, Angélica Altagracia es la indicada, ya viene en camino, su cabello es rubio rayando a lo blanco, no tiene pies, está flotando y sus manos no tienen carne ni piel, son dos huesos.
Sé que no tiene ojos, ya la veo claramente, hay dos cuencas y sé que en el fondo de ellas hay un espejo, sé que en su boca hay muerte pero esa muerte es una salida divina. Ella tiene lo que busco, el vacío que busco, la muerte que busco, ella lo tiene...
El rosario se está quemando en la palma de mis manos y ella ya está a unos metros de mí... ahora la escena de gitanos está al pendiente, como aplaudiendo nuestro encuentro.
Angélica, Angélica del demonio, sé que seré un amante más, un alma a tu colección, sé que usarás mi espíritu y lo engullirás con la alegría y la náusea con la que yo comí el menudo.
Angélica, estás suspirando mi nombre,
estás cada vez más cerca de mí...
Angélica Altagracia, has pescado un pez grande...
Angélica...
Angélica...
An-gé...
***
mfd
Alucinante, gran micronarrativa (:, saludos
ResponderEliminarSaludos cordiales.
EliminarMe gustó mucho.
ResponderEliminarGracias, Sanbond, un abrazo.
EliminarMuy, muy interesante maese! Me ha dejado de a seis como suele decirse.
ResponderEliminarSe hace lo que se puede, saludos y letras, mi vagabundini.
EliminarMaravilla.
ResponderEliminarLa tuya por visitarnos.
EliminarAbrazos, saludos y letras.