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Fue
un día, hace mucho tiempo. Hace tanto… Aún lo recordaba, jamás olvidaría esa
madrugada. El alba en la que lo conocí.
El viento helado, el murmullo del silencio meciendo los árboles, adormeciendo
la quietud y alargando lo impostergable. No era necesario subir al punto más
alto, ni estar en el centro del mundo para saber que se trataba de un tiempo y
un lugar mágicos. La niebla, aquel manto grisáceo como nubes de tormenta
revelaba los misterios aquella mañana.
La neblina hace que todo sea posible,
la bruma terrestre transforma la realidad; los sueños dejan de ser sueños y se
vuelven tangibles si lo deseamos; nuestros ojos tienen la oportunidad de ver
aquello que han olvidado y creen fantasía. La niebla se presenta en su forma
común, vulgar, y no por ello menos hermosa, las personas le temen y procuran mantener
distancia ante el peligro que le atribuyen. Yo no huyó de ella, mucho menos la
temo, al contrario, me fascina, no hay instante en el que no deseé topármela.
Sí, cómo olvidarlo…
Estaba pasando las vacaciones en
casa de una amiga. Su casa se encuentra cerca del bosque. Eran unas
vacaciones ordinarias y aburridas, la
rutina era el punto principal a cumplir durante dos semanas; el frío, la
ventisca, la lluvia y la neblina nos mantenían presos en la cabaña. Más que
centro de recreo era una prisión de alta seguridad, bien custodiada por los
inclementes elementos. Por eso la gran chimenea, no había un segundo en que no
se escuchará el crepitar del calor. Me encantaba ver aquella danza interminable
entre el fuego y la leña. Pobres troncos, las llamas los consumían enseguida.
Recuerdo ahora -mientras reprimo una sonrisa- que en esos momentos no podía
evitar pensar que el fuego era un mal amante, no le importaba que el tronco con
el cual danzaba se consumiera y fuera sustituido por otro. De haber amado un
poco, se hubiera dejado extinguir junto con el leño, así se hubieran esfumado
los dos juntos –quizá por eso veía tanto la chimenea. No obstante, de ser así
las cosas, yo junto con el resto de los habitantes nos habríamos congelado. Le
debemos mucho a la debilidad del fuego.
Cierto
día de mi estancia, me levanté muy temprano, no sé por qué -pero algo en mí, me
dice que él fue la razón. Violando la
regla implícita de no salir de nuestro encierro voluntario, decidí dar un paseo
por los alrededores. Hacía un frío de muerte. Era una mañana gris. La neblina
impedía vislumbrar bien el sendero, al poco rato me perdí. Caminé un largo
trecho, sin saber a dónde dirigirme, todo se veía igual y distinto al mismo
tiempo. A lo lejos atisbé un pequeño lago, me acerqué, sin embargo, mi instinto
me advirtió que lo hiciera con cautela. Un paso, otro, sólo se escuchaba el
crujir de la hojarasca bajos mis pies. Curiosamente, la niebla se iba
esclareciendo paulatinamente conforme avanzaba; se volvía nítida, pero todavía
conservaba algo de su densidad. Había una sombra al otro lado del lago, unas
ramas bloqueaban mi vista. Lentamente, cuidando de no hacer ruido, acorté la
poca distancia que quedaba. Estiré temblorosamente mi mano y retiré las ramas
que obstaculizaban mi visión.
Era él, un dragón. Fue la primera vez que lo vi.
Se encontraba enfrente de mí, estaba
bebiendo agua. Era majestuoso, imponente, mágico. La criatura más hermosa que
hubiera visto en toda mi vida. Era enorme, sus alas estaban plegadas a su
cuerpo, sus escamas eran de un color azul, casi gris, en armonía con la neblina.
No sé cuánto tiempo pasó, tal vez unos
minutos o la eternidad misma. Estaba hechizada, preguntándome si era un sueño,
una ilusión o algún juego del velo gris. Repentinamente, sentí como una chispa
se extendía por todo mi cuerpo, rápido como un disparo. Me miró. Caoba. Por un breve instante, nuestras almas se
conectaron.
El primer haz de luz atravesaron el
horizonte, al entrar en contacto con el agua y la piel escamosa del dragón, un
brillo saltó. Desplegó sus alas y emprendió el vuelo. Lo seguí con la mirada
hasta que se perdió en el cielo. Me quedé en la
misma posición largo rato, con una sola imagen en mi mente: unos ojos color
caoba.
Aturdida, volví sobre mis pasos, la
neblina ya no obstruía el camino. Regresé a la casa, ya todos se habían
levantado y preparaban el desayuno. A nadie le conté mi pequeña aventura, no
por miedo a que se burlaran de mí o me creyeran loca y decidieran internarme. No.
No les dije, preferí mantenerlo en secreto, ese encuentro me pertenecía sólo a
mí, a nosotros, era nuestro.
Los siguientes días hice el mismo paseo matutino, pero ni la
neblina ni el dragón volvían a aparecer, ya sólo permanecían en el ambiente la
humedad y el frío. Las vacaciones terminaron. De vuelta a la ciudad no perdía
la oportunidad de ver el cielo con la esperanza de hallarlo. Mi mirada vagaba
una y otra vez en las lejanías, perdiéndose sin éxito. Tiempo después, decidí
pasar un fin de semana en casa de una amiga, fue entonces que lo vi nuevamente,
otra mañana de niebla. Ya son varias las ocasiones que me he encontrado con él.
Curiosamente, y hasta la fecha, cada vez que siento que no lo veré jamás,
vuelve a aparecer, y algunas veces, sólo algunas, él posa su mirada en mí y
volvemos a ese día en el lago, in ille tempore, cuando nuestras almas se reconocieron.
La neblina es indispensable, aquel
panorama gris, denso, el cual le impide al resto de la gente ver más allá de
sus narices, pero que a mí me permite disfrutar de la verdad.
Paula Colin
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