Siempre hizo un incesante calor en Puerta del Sol, un pueblo en alguna parte del Noreste, de ese suntuoso desierto exquisito; yo regresé a estas tierras por casualidad, en el mismo año que mataron a Prócodo Guelatao. Mis padres, temerosos por la ola del nuevo régimen, decidieron mudarse a otras regiones más allá del páramo que divide la sierra del desierto. Yo era un niño apenas. Recuerdo la madrugada en que conocí la neblina; eran las cinco de la madrugada, los primeros rayos del sol abrazaban a Puerta del Sol, pero fue la sorpresa de los habitantes encontrarse con una cortina lila que impedía ver más allá de dos metros. El trotar de los caballos se convertía en un juego de la imaginación, algunas serpientes cascabeleaban en plena mañana confundidos por el clima.
Papá Gonzalo pensaba que cada que había neblina, ocurría una desgracia para la familia. Mi padre siempre fue muy recto, supongo había vivido demasiadas neblinas a lo largo de su vida, creyó que moviéndonos al desierto, ésta no nos alcanzaría y por tanto no habrían desgracias qué lamentar, pero al parecer esa maldición lo acompaño hasta donde vinimos. Yo esta historia no la supe sino años después.
El día de la neblina, mi mamá me llevó al río para escuchar su sonido, teníamos que usar un bastón de madera para tantear el suelo y no tropezarnos, Papá Gonzalo se quedó esa mañana en casa con su pipa encendida como esperando las malas noticias. Ese día nadie se levantó temprano para trabajar, tampoco hubo escuela, los escasos niños de Puerta del Sol aprovechamos desde temprano para ir al río y garabatear formas con ramitas en el velo de vapor. Mamá tarareaba una canción mientras remojaba sus pies en el agua, yo me junté con otros niños y comenzamos a hacer sonidos de animales. Al cabo de unas horas, las nubes se despejaron y con ello la neblina, volvimos a casa no sin antes pasar por una canasta de huevo fresco para el almuerzo, al llegar a casa, Papá Gonzalo, recargado en el sillón de satín, dirigía su mirada perdida al fogón de la esquina; había fallecido. Mamá sollozando en silencio cubrió su rostro con un pañuelo y me pidió que hablara a la vecina. Se preparó un funeral solemne, la neblina me había quitado a Papá Gonzalo.
El tiempo transcurrió a pasos de gigante y yo me vi convertido en un hombre, recorrí todo el sur y centro del país, comencé a viajar desmedidamente hasta que, décadas después, me llegó un sobre de Puerta del Sol, membretado de hacía dos semanas; «Tú madre está enferma, vuelve pronto.»
Tomé un tren de urgencia y conforme fui entrando al desierto, cuando regresé, no había neblina, realmente ésta nunca había vuelto a estar presente en mis viajes, fue entonces que mi madre en cama me pidió que besara su frente y me habló de aquella maldición a la que mi padre se mantuvo arraigado hasta sus últimos respiros. No volví a ver a la neblina de la misma forma; me mantuve quince días cuidando de mamá, esperando que una mañana la neblina volviese para llevarse a mamá y guardarla, pero no fue así. Mamá falleció y hubo un funeral similar al de papá Gonzalo, yo no pude llorar mucho. Como hijo único, vendí las pocas propiedades de mis viejos y continué viajando.
En la Sierra Occidental hallé un consuelo a mi soledad maletera, me volví leñador en uno de los pueblos encima de las montañas y una madrugada conocí a Belén, una chica que me cautivó y de la que me enamoré en el primer instante. Aquella madrugada ella se me quedó viendo, mirando cómo cortaba la leña con destreza, observé en sus ojos un deseo a mi persona y yo me le acerqué buscando sus labios, al mirar fijamente, en sus mirada vi toda la neblina del mundo; era ciega, sus ojos blanquecinos me recordaban aquella cortina lila que presencié cuando niño. Entonces supe que era mi tiempo, que la neblina le había llegado a los míos en distintas formas y que debía disfrutar el beso con Belén, encarnación de la niebla, disfrutarlo como nunca antes había disfrutado de uno. Hubiera querido haber tenido estirpe, haber dejado uno o dos hijos en la tierra, pero por otro lado, desde que murió Mamá, temí el heredarles la maldición de la cortina, fue por eso que decidí no tenerlos.
El beso fue intenso, me sentí liberado apenas mis manos sustituyeron el hacha por sus caderas, entendí que Belén habitaba en el humo de la pipa de Papá Gonzalo, en el vapor de la tetera de Mamá, en los ojos de los ciegos y en la luna de la Sierra; fue una maldición justa, viví poco pero feliz, después o en el transcurso del beso, todo se volvió borroso, nunca encontraron mi cuerpo, yo todo lo veo gris ahora, he pasado a formar parte de éste, mi panteón de muertos, la neblina arrasó con mi paso por este planeta.
Encantador en una forma tan sublime, me agradó esta narración, saludos (:
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