“Los jóvenes homosexuales y las muchachas amorosas,
Y las largas viudas que sufren el delirante insomnio,
Y las jóvenes señoras preñadas hace treinta horas,
Y los roncos gatos que cruzan mi jardín en tinieblas,
Como un collar de palpitantes ostras sexuales
Rodean mi residencia solitaria…”
-[Wellawatta, 1930]/ Residencia en la tierra, I, 1933
Pablo Neruda
Mi salida a las 6 am |
El tema fue un poco complicado, las cosas más simples tienen: explicaciones complejas, son –creemos que son- difíciles de alcanzar y siempre tienen un valor inestimable.
La mía es sólo esta explicación.
Cada día desde hace algunos años te despiertas a las seis “á eme”, ninguno de los habitantes en la morada se ha levantado; diciembre-enero siempre es tan helado que al abrir los ojos en medio de la oscuridad al asomar el rostro, la punta de la nariz –que es la punta más graciosa del cuerpo humano- se percata con lo gélido que huele el aire. Después de quitarte las cobijas has bajado a presionar unos botones y moderar la temperatura de la casa para los demás, subes instintivamente cada escalón de cerámica en color maple sin ver en nada cada paso con la mirada entrecerrada, afuera está tan oscuro como boca de lobo y las farolas del parque están apagadas, esperas otros cinco minutos bajo las sábanas temblando los dientes de frío.
Tomas un baño con el agua caliente como se puede; la dejas tocarte por todo el cuerpo, desde la parte del cráneo, esa donde azotaste la cabeza después de una extracción de muela, que fue producto de una mala inyección de anestesia que te hizo convulsionar en el piso; pasando por tus labios secos y azules por la falta de irrigación sanguínea, para después caer sobre tus senos visiblemente afectados por la temperatura con cada poro de piel bien marcado, hasta sentir el agua tocando la punta de tus dedos fríos justo cerca del callo de un mal uso de zapatos escolares o cayendo graciosamente por tu codo derecho saltando de la punta de la cicatriz de una quemadura de cigarro.
Sales, te cepillas los dientes y te acuerdas de la primera hoja de un libro de Cortázar, te deslizas con poca claridad de la puerta del baño hacia tu habitación que no ha dejado de ser helada; una vez vestida con el uniforme médico bajas y tomas un cereal. No hay tiempo de comida caliente. No hay tiempo de ningún otro alimento; nuevamente te cepillas y cargas una bolsa roja de tela en algodón llena de Quiroz, Netter, Goodman, Guadalajara o una buena copia ilegal de un libro de neurología.
Abres la puerta y afuera apenas ha clareado el día, el brillo de rocío congelado sobre los autos te recuerda que no llevas saco o bufanda, después de regresar por uno te subes indolente al frío para empezar a calentar el motor, apagas la radio, no buscas ruido alguno. Tu concentración se dilapida en medio del vapor del cofre en cosas como la señora Gutiérrez con un pie diabético, el caso de bioquímica que no resolviste porque eres pésima en matemáticas, en el examen del próximo mes de farmacología, en que le dijiste demasiadas cosas bonitas por un “sms” al despertar y sólo te contestó con un “hola”, en que llegarás a la biblioteca y fingirás no verlo mientras buscas en la sección de Gastroenterología. El motor está listo.
Sales de tu casa pensando en todo lo que harás hoy y que hoy de nuevo comerás sola en la única hora libre que tienes en un turno de doce horas continuas de siete a siete, en que estarás en la biblioteca, en la fonda de las vecinas o sentada en una banca negra. En que llegarás a casa de nuevo, cenarás rápido, te conectarás al portátil y empezarás a hacer tu trabajo esperando que en el inter se conecte platiquen y tu tiempo sea menos pesado y más entretenido hablando con él. Vas doblando la glorieta lentamente y después… después viene la mejor parte de tus malditos días de los trescientos sesenta y cinco que se carga el año.
...Está amaneciendo...
Un mancha morada asoma del azul índigo que procedía del negro de la noche, el tono malva se enrojece levemente y se rocía con rubíes en lo lejano, poco a poco se tiñen de coral los horizontes donde sólo hay arena y lejanía, no hay nubes, este es un gran día. En cuestión de minutos la mañana se abre en sí misma a mis ojos, teniendo como espectadores un guardia de seguridad, un perro sin dueño y mi humilde persona en un carro viejo. El rosa sin embargo no tarda en ser suplantado, pronto saetas naranjas se cuelan simplonas y amelonan el cielo y la luz se hace para el reino de lo helado y lo callado; abajo la tierra se hace noble y se oscurece en señal de que el astro rey ha llegado. Unas manchas amarillas le rodean y el brillo no puede ser sino enmudecedor. No se habla, sólo se observa otro día más en que las cosas pueden ser buenas.
En que no es mi cumpleaños, en que no es verano, que veré a alguien que quiero, en que escucharé de camino a Sharon y en que simplemente, alguien arriba, me ha dado un regalo.
Esa cosa tan simple y tan diaria es la que me hace feliz.
Mantarraya sonriente en Sea World, San Diego. |
Tan simple, tan complejo...
ResponderEliminar!Que bonita entrada!
!!Feliz 2013!!
Gracias Vale, feliz 2013 :D!
EliminarMuy bonita entrada!
ResponderEliminarGracias Alejandro (:
Eliminaralgo tan cotidiano que pocos aprecian lo hermoso que puede llegar a ser
ResponderEliminarme gusto mucho.
Gracias Beto, efectivamente (:
EliminarAsí es la vida, sencilla.
ResponderEliminarAsí es más bonita, saludos n.n
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